domingo, 19 de septiembre de 2010

Relato (domingo 19/9)

Medellín me sorprendió gratamente, acaso de distintas maneras. Primero, desde el avión, cautivándome con su vegetación, sus desniveles, sus plantaciones y la gran fiesta de las flores a la que no podré asistir. No es lo más exuberante pero se saborea desde la altura un verde que me remonta a la sensación general de humedad enamorada de Buenos Aires.

Después, la gente: mi segunda alegría; es como la vegetación y abunda en gentilezas y respeto tanto como las sombras que dan el fresco a las calles empinadas, en las cercanías del hotel. Serán unos pocos días esta vez. Estoy de paso y como turista mis recorridos suelen ser bastante escuetos y espero con ilusión que entre el jueves y el viernes, días que me reservé para mí, poder dedicarle a mi espíritu de explorador la vuelta que se merece.

Todos los días viajo desde el hotel hasta la fábrica junto a un belga y un chofer, después de un desayuno rápido e incompleto porque a las 6:30 las tostadas todavía se están desperezando. Hoy fue una especie de jeep cuadrado, tosco hasta el cansancio de su doble tracción para atravesar la ciudad y llegar hasta la fábrica, otro gran descubrimiento... En realidad, cada día es un belga distinto, un auto diferente, nuevo ninguno, pero diverso.

Yo elegí atender personalmente a este cliente, mi tarifa, estos días sin Martha, el tiempo que durará mi visita, venir personalmente en lugar de mandar a alguno de mis colaboradores. Elegí esto porque viajar me alimenta y siempre tengo esta avidez de ingesta predispuesta a dar el zarpazo. Sin embargo, bajando solo por estas verdes calles de dramática pendiente, como paracaidista poco ducho, calles siempre verdes de hojas grandes y troncos delgados bañados de un musgo que aterciopela su corteza, no me siento feliz ni siquiera con mi amada soledad tomada del brazo y paseando como antaño bajo la intermitencia de la lluvia.

Cada noche cuando salgo a cenar y llego hasta el parque Lleras para sumergirme en esa maroma de exóticos pubs y restaurantes mis pensamientos se hunden en grandes dilemas lejanos al entorno, lejanos a Martha. Nadie baja dos veces a las aguas del mismo río. Es cierto, cada día el río, acaso mis aguas, tienen tonalidades diferentes en concupiscencia con el cielo. Aunque se vea triste, monótono y sin brillo, es un río revuelto que desconoce su desembocadura...

Hoy me tocó atravesar una experiencia hermosa e inesperada. En la fábrica se me acercó un hombre de los que ha estado colaborando intensamente conmigo, para presentarme a una persona con quien podría ser interesante intercambiar algunas cuestiones del trabajo. Después de un buen rato de conversar sobre algunos aspectos técnicos esta persona dijo que alguna vez estuvo en la Argentina hace como diez años, visitando a un cliente, tal como yo lo hago ahora, y en aquel entonces parece que conoció a un muchacho del cual tenía un enfático recuerdo, amabilidad y gentileza eran su características... También recordaba que lo había llevado a cenar y quizás hasta a dar una vuelta para conocer Buenos Aires. Hasta ese momento me sentía bien, porque en definitiva ya había experimentado en otros países latinoamericanos que me hablaran de las malas experiencias que habían tenido con la pedantería porteña. Después de profundizar en detalles, él recordaba tener su tarjeta con la forma y color del logotipo impreso. Contando minuciosamente lugares y hechos resultó ser que ese muchacho que él había conocido era yo, diez años más joven, quien también recordaba haber colaborado con un colombiano, y luego haber tomado unas cervezas juntos... Después vinieron la innumerable cantidad de amigos y conocidos en común que tenemos en otras partes del mundo.

Esta historia que es muy simple -y francamente imposible en cuestiones de probabilidad y estadística- generó no sólo en nosotros una alegría de profundidad tremenda, la doble mirada de insolencia y esperanza porque el acto del encuentro inicial perduró en algún sitio desconocido más allá de los nombres y los rostros.

Ahora que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el hipódromo, para Martha algo improbable y maniático, pero no es aprobación lo que busco. La respuesta, el encuentro de una mágica felicidad, precisamente, la cifra de la más implacable ternura, está debajo, sube antes o después de buscar cualquier transporte, sólo coincide en esas zonas de vagón donde todo está decidido por adelantado sin que nadie pueda saber si saldremos juntos o si yo bajaré primero o si ese hombre flaco con un rollo de papeles, o si esos niños bajarán ahora, o esperarán en Sao Paolo algún trasbordo lejano, si después o ahora esa muchacha sentada frente a mí, sin mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de ese paréntesis en el que todo el mundo parece consultar una zona de visión que no es la circundante, salvo los niños que miran fijo y de cuajo a las cosas.

No, las muchachas de impermeable verde se sitúan en los intersticios, miran sin ver, con esa fingida ignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo contacto visible. Bellas, estúpidas, tiránicas así son las reglas de las mujeres viajeras, de las que no son como Martha, turbadas o complacidas, repelen el reflejo a mi lado, reclaman la imposibilidad de coincidencia una y otra vez. Renuevan la sed en cada viaje.

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