martes, 22 de junio de 2010

Bidegain Viajando

Iban Genovese, Tatú y Pedro Picapiedras. Iban solos ese día, era un encuentro para más de doce matrimonios de ex choferes de la línea. Y Bidegain, claro. Pero es abogado, así que no cuenta. Tatú lo conoció hace poco pero lo tiene en alta estima, y siempre un doctor realza la compañía. Es bien hablado Bidegain, pero habla poco.
Ellos no, ellos arreglaron porque iban juntos y así estaban las cosas. Hace mucho que no duermen bien pensando en ese encuentro. Sólo esperaban que el locro estuviera a punto, Bidegain lo saboreaba como si lo hubiera hecho antaño su madre, que en paz descanse; esperaban que la autopista no estuviera muy cargada, que no ser de los primeros, mirá cómo pasó el guanaco que está apurado, que este autito chocado y destartalado de Pedro no se nos empaque.
Ya la otra vez había habido guitarreada hasta casi las cinco de la mañana. Genovese, el rengo, llevaba su instrumento de madera gastada, por si acaso... Sabía que le pedirían, que lo invitarían amablemente a cantar. Para eso era tucumano carajo, y para eso le quedaba la voz, porque las piernas ya no le funcaban. Dos retacitos colgando y las muletas, pero qué voz, qué voz...
Bidegain observó desde un primer momento que los rodeaba una misma cosa, un solo movimiento. Ese peso con el que caminan los amigos, que se conocen, que se saben capaces de, que se herrumbran juntos, envejecidos sí, un poco desteñidos quizás, pero uniformes, parejos. Se unen al caminar como girando sobre sí mismos.
Vieron muchos pibes pasar que no tenían franco como ellos y se regocijaban frotándose las manos. “No se quiere morir”, decía Tatú. Y sonreían ante la juventud impertinente, alcornoque. Sabían los tres que el contrapunto era inevitable. Y Bidegain se relamía por la comida casera y por la gola de Genovese, que era proverbial, de todos modos conversaban cómo Manuel forzaría su talento inútil, su garganta apasionada pero rala. El rengo lo podía, eso estaba claro, y quién lo hubiera dicho. Manuel pintón, con su mujer colorida y rechoncha al lado, y así y todo, uno de los mejores choferes del 168. Pero no: con el rengo era otra cosa. Había sido chofer y en un accidente, bueno, para qué andar revolviendo, mejor contar algo del ascenso de Quilmes, del mundial que se viene, de los horarios cada vez peor, de usted Doctor, incluso a veces Tatú salía de tema y en lugar del canto quería hablar de ese Tucumán querido. Genovese no quería, se resistía un rato, hasta vergüenza le daba, pero en fin, algo decía, no mucho. No se extendía, también era que extrañaba, se notaba, para qué andar mintiendo y para qué entristecer al auditorio que en cualquier momento bajaría los ojos y apuntaría directo a sus piernitas cursientas, y para qué malgastar miradas, para qué, pudiéndolo cantar todo, pudiendo soportar todavía unas zambas hermosas y una voz que le resonaba entera, nada de retazo, ahí enterita y clara. Y comentaban:

- Che, ¿vienen todos?
- Y sí, se juntaron como 500 pesos.
- Van a estar chochos algunos...
- Sí, cuando lo vean a éste se van a preguntar quién es el doctorcito.
- Callate. Es un amigo y basta. Juan Carlos Bidegain, abogado penalista. ¿Sabés, no? Los del sindicato se van a tener que meter la lengua en el tujes.

Bidegain pondría su mejor cara de exhorto nunca respondido y chau. Con tal de escapar de Marta por una noche estaba dispuesto a la disputa judicial. Pero era lejos: Ezeiza nomás y para allá iban. Era lindo el fresquito que se pescaba si uno se asomaba un rato, y claramente contrastaba con el calor imposible de ese autito. Pero lindo, che, de vez en cuando... Bidegain se hundía en sus pensamientos.
- ¡No! Allá quedaban los talleres viejos...
- Sí, pero ahora se los llevaron a un descampado que tienen por el otro lado.
- ¡Y bué! De la buena época no queda casi nada.
- Sí, che, ¡nosotros!
Y se rieron una vez más, como con cansancio. Bidegain notaba amargura, resignación, pero dio vuelta la cara a esos pensamientos y a esos hombres. Ya estaba allí, así que a disfrutar de la guitarra y la comida calentita y casera.
Se bajaron un rato para estirar las piernas. Bueno, Genovese no puede usar guantes, entonces cada rato se detiene y se frota las manos. Y después retoma esa marcha despareja. Los otros dos lo esperan, de cerca, fumando. Bidegain en el auto.
Después alguno tararea algo, como esperando la que se viene, esa biaba imaginaria que piensan que se comerá Manuel, medio carcamán cantando, medio payuca el bola, se ríe Tatú.
Bidegain escucha como ausente, pero no duerme. La historia humana, piensa, es siempre la historia de sus viajes. Y él se sentía como el encargado de privilegio para darle un sentido y clasificar ese viaje inclasificable, que le producía cierto asco y cierta envidia a la vez. Son perfectamente compatibles, pensaba Juan Carlos Bidegain, mientras se hundía en su camperón y esperaba el ritmo de los otros tres. Cómo darle sentido a cosas como esas. Marta nunca comprendería. Uno puede estar adentro y afuera. Dormido y despierto. Y si había una habilidad de la que Bidegain gozaba era esa: adentro y afuera indistintamente. Era como una virtud estética. Y no se la reprimía ni loco. Bidegain orgulloso tomaba nota mental de ese viaje impensado, vulgar, y sin embargo, sincopado, largo, caluroso y ciertamente digno. Escuchaba anécdotas que le eran ajenas como propias, y su impostura no se notaba, o se notaba apenas. De pronto, recordó esa ciudad insomne, al norte de Nigeria, sobre la cual leyó una vez. No pegaba ni con cola, pero imaginaba que esa noche no dormiría nadie durante muchas horas, y pensó que él, más que nadie, debía cuidarse, porque sin querer se sentía como entre nativos, que podrían enterrarlo vivo si llegaba a pegar un ojo. Se rió y sin hablar se hundió aún más en su campera. Estaban cerca ya, igual nunca se sabe dónde empieza una cosa y dónde termina. Marta estaría como loca, y a él eso ya le alcanzaba. Después, el lunes a sus pies, como siempre. Pobre Marta, las mujeres no saben viajar, ni dormir realmente, ni ambas cosas a la vez, como él.

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