martes, 29 de junio de 2010

El Campo y la Ciudad. Reflexiones sobre el "Ruralismo" de la clase media argentina.

Es realmente indignante la basura que nos ha tocado vivir hoy. No me refiero a los reclamos sectoriales (después de todo, es esperable que los beneficiados deseen seguir siéndolo) sino a la descomedida reacción del imbécil promedio de la clase media pequeño burguesa. No hablaré aquí de la mímesis vestimentaria que es posible percibir entre los empleaditos bancarios y los “nobles productores rurales” (quienes a su vez se disfrazan, alpargatas y bombachas camperas, de gaucho sabio y tradicional). No me extenderé tampoco sobre estas chicas rubias que, moviendo sus respectivas nalguitas bronceadas, acusan a la presidenta de pisotear a ese campo del cual brotan, planta más preciada que la soja, polistas a quienes sería bello matrimoniar. No abundaré tampoco sobre la impresión que me causara una bandita de chetitos alpargateados que gritaba el consabido “que se vayan todos” empuñando banderas argentinas. Dejaré también para el arcón de las anécdotas bizarras la columna revolucionaria de la Facultad de Filosofía y Letras que fue aplaudida por un barrio de Caballito repentinamente inclinado a los éxtasis bucólicos. Pasaré por alto todas estas cosas lamentables desde un punto de vista político, que hablan por sí solas, y más bien trataré de pensar en la actitud mental que ha llevado a tantos respetables padres de familia porteños a tramar una alianza imaginaria con unos señores cuya renta es, a menudo, cientos de veces mayor que la de un empleado o un cuentapropista, y que no dudarían en pisotear a esos mismos ciudadanos de clase media para maximizar en una milésima sus ganancias. Me parecen muy significativos los despuntes de ideología francamente reaccionaria que hoy hemos escuchado en tantos comentarios de la calle y periodísticos: la hidalguía del campo, el agro como lugar del trabajo, la pureza de las extensiones fértiles opuesta a la corrupción de la política, la buena sociedad rural como sede de una productividad virtuosa donde se disuelven las contradicciones de clase y donde todo se solidifica bajo el sanbenito de la nacionalidad. Creo que el hecho que hemos presenciado hoy tiene, en algún sentido, una extrema gravedad, mayor que, por ejemplo, la de las marchas de Blumberg; porque en las movilizaciones antidelincuenciales del ex ingeniero se percibía un reclamo por lo menos fundado en la idea de un beneficio material más o menos inmediato: poder salir a la calle, no vivir enrejados, mandar tranquilos los hijos al colegio, etc. Allí parecía haber un fin razonable, la seguridad, que se exigía apelando a un medio inefectivo y repugnante, contraproducente. La ideología canalizaba mal una demanda en gran medida real. Sin embargo, aquí la ideología, la política, se ha mostrado en toda su pureza, dado que todos aquellos que han manifestado, pocos son efectivamente poseedores de estancias o productores rurales, o hacen negocios con el campo (y de hecho pagarán más caros los alimentos en las góndolas de los supermercados como consecuencia del lock-out). Claramente, esta buena sociedad porteña, que se dispersó de la Plaza de Mayo ante el solo rumor de la llegada de doscientos piqueteros, encontró en esta alianza casi mágica con un campo que apenas conoce, el catalizador de montones de ansiedades y sueños que su propia inserción en la política y en el sistema de relaciones ecónomica no le permite tramitar. Básicamente, al discurso de los ruralistas, que saben lo que hacen y por qué lo hacen, se han sumado las pretensiones imaginarias de una clase media que ve en el campo una suerte limbo apolítico donde, versión posmoderna del beatus ille horaciano, puede apreciarse al fin la palpable realización del “que se vayan todos”. ¿O acaso los patriotas de la movida antielectoral del Km. 501 no se autoexiliaban en un fin de semana campestre? Y efectivamente esto es, en cierto sentido, una continuación del 2001: en el sentido de que una clase media sin identidad política definida, temerosa de sus propias contradicciones, incapaz de proveerse de un imaginario, muchos menos de una política, resuelve idealmente estas tensiones orientándose hacia una salida primitivista. Una arcadia pastoral, por cierto más prestigiosa y sólida que las extravagancias de los lectores de Tony Negri y Michael Hardt. Lo que estoy tratando, es de explicarme los carteles que decían “estoy con el campo”, y no “soy el campo”, identidad ésta que solamente pueden reclamar, coherentemente, los productores rurales. ¿Qué significa estar “con” el campo? Significa, primero que nada, un formidable ejercicio de turismo ideológico; significa, para esta clase media en promiscua convivencia con un molesto pobrerío urbano, una utopía redentora, un escenario cuasi-mitológico donde se mezclan ansias de dominio señorial con peones buenos que ceban mates, ordeñan vacas y cosechan granos. Así, frente a una politicidad considerada corrupta y corruptora, que exigiría el ascetismo de un “nuevo contrato moral”, la clase media porteña ha encontrado en el campo, no solemente una voz de orden, sino también un paisaje cívico. Hoy hemos asistido a un pequeño milagro del imaginario, a saber, la transformación del modelo agroexportador en una suerte de baluarte de la productividad, que se opondría por naturaleza a las corrupciones de una demagogia que desvía flujos productivos hacia gastos suntuarios y sumisiones clientelares. Si entramos, por ejemplo, al foro de lectores del sitio de La Nación, nos encontramos con que la enorme mayoría de los comentarios reflejan esta oposición entre un campo productivo y una política parasitaria. Así, mientras se pasan por alto los grandes oligopolios, la violencia encubierta o directa sobre los peones, se nos presenta un campo nutricio, cuyo fin principal no es enriquecerse con las exportaciones, sino alimentar y vestir a los niños argentinos. De allí que los medios hayan insistido en la apoliticidad de la marcha, frente a la organización de los piqueteros. Un canal de televisión fue muy claro al respecto: los piqueteros asustan a la gente. También un vecino de Caballito (el mismo barrio por el que transitó la aplaudida columna de nuestra facultad) dijo estar harto de que el gobierno nos divida entre ricos y pobres, porque todos somos argentinos; también este mismo vecino relató que protestaba con un cencerro forjado en el campo, al que hacía sonar una y otra vez. Este tintineo, es de suponer, tendría un efecto ritual, era el conjuro de tanto desorden citadino. Esta gente, quizá intoxicada de bucolismo por el fin de semana largo (fin de semana que absorbió al ignorado 24 de marzo) se encontró de golpe con que es una avanzada del campo (del orden y la producción) en una ciudad descontrolada, a merced de los delincuentes y de los piqueteros corta-calles. Para ellos, el país se define como la sociedad (ideal) del conglomerado de las medianas unidades productivas que “funcionan bien” (medianas en el sentido de que son pensadas como comunidades que se respetan unas a otras, y que no compiten sino que simplemente trabajan). Se trata una muy irónica parodia de los argumentos de Qué es el tercer Estado del abate Sieyés: ellos también dicen que el productor rural es todo, mientras que los otros no son nada. La complejidad de las realidades regionales de las provincias es resumida, brutalmente, en una actividad de venta librecambista de commodities, transacción cuya repetición irrestricta equivaldría a la “productividad”. Repetimos: es muy probable que el gobierno haya estado torpe en su indiferenciación de los reclamos rurales, pero eso no quita la dimensión imaginaria de la política de la clase media, que ha decidido verse a sí misma como prolongación natural de un país productor, frente a una ciudad que percibe hostil y corrupta por delincuencial y politizada. Creo que no es una de las claves menores de lo que hemos visto hoy esta nueva redefinición imaginaria de las relaciones entre el campo y la ciudad: ahora los negros (una no man´s land del punterismo, el paco y la política mafiosa) son una especie de relleno que acordona a la ciudad buena y que la separa de ese mundo prístino donde pastan las vacas y crece la soja. Para la indignada opinión política de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, la pregunta del momento es cómo eliminar o sortear ese relleno humano que impide un contacto directo con el campo, sede de una productividad impoluta y ancestral.

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