martes, 6 de julio de 2010

Cine y Filosofía Política

No voy a ocultar que hay un problema, entre muchos, y es que W.Benjamin es un pensador extremadamente complejo y que el cine de Greenaway, como objeto a analizar no se queda atrás, claramente, a pesar de las apariencias primeras que uno puede recibir o sentir, pero esa complejidad y ese nivel de poeticidad que ambos autores poseen por así decirlo, los transforman en autores muy difíciles sino imposibles de “enseñar”, en el sentido de Voltaire. Es decir, que las ideas complejas que se pueden desprender de la obra de Benjamin están tan estrechamente entretejidas con la propia estructura textual de sus ensayos -y diría con la propia escritura-, puesto que es un autor que utiliza de una manera realmente inclasificable una escritura del tipo metafórico y alegórico, que todo esto hace que no haya ninguna posibilidad de reescribir las ideas de Benjamin y mucho menos en el acotado espacio de una monografía, o de un proyecto y mucho menos alrededor de una cuestión central que es la relación entre el arte y la política... Lo mismo, tal vez, ocurra con las películas de Greenaway...

Todo esto hace que yo haya adoptado por una solución, que no es tal, sino más bien un problema, al problema previo...(tuve que readaptar o reescribir algunas ideas para esta ocasión). Espero que en todo caso después puedas discutirme o mandarme improperios...
De manera tal, que mi texto supone por lo menos el conocimiento del célebre ensayo de Benjamin “La obra de arte en la época de su reproducción o reproductibilidad técnica”... (Si después de hacer todas estas advertencias no dejás de leer este texto rápidamente, que es lo que yo te aconsejaría, procedo...)

Mi texto va precedido por una frase de un crítico de arte contemporáneo llamado, creo, George Lee Uberman que dice así:
“Pero la conclusión del paisaje dionisíaco: cerremos los ojos para ver puede igualmente y sin ser tachado, darse vuelta como un guante, a fin de dar forma al trabajo visual que nace en los rostros cuando ponemos los ojos en un animal, en un ser que muere, o bien en una obra de arte. Abramos los ojos para experimentar lo que no vemos, lo que ya no vemos...”

El fragmento acá citado habla de una ausencia o quizás de un desvanecimiento de la mirada y del objeto, una precariedad pues que no se suele asociar al Arte, más bien imaginado como el universo de lo estable, de lo permanente, por excelencia...
Esto significa sin embargo olvidar un famoso dictum de Adorno, ese que inaugura su última e inconclusa obra : “Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”. Esta idea de precariedad pretende transmitir una actitud profundamente crítica frente a las ensoñaciones idealistas de una “salvación por el arte”, y es así como, más allá de todas sus diferencias posteriores, reales o imaginarias, Adorno la aprendió de Benjamin. Aprendió, por ejemplo, que puesto que hay Historia, lo más aparentemente firme, lo más aparentemente sólido, está siempre trabajado o socavado por la amenaza de su disolución. Algo que Benjamin a su vez había aprendido de Marx, pero también de Freud y de los Surrealistas, de Baudelaire y de los modernistas, de Kafka y de sus mundos antiguamente vaciados de esperanza, en última instancia...

Lo más sólido por ejemplo, el gigantismo del edificio del Arte, con su aura de eternidad inconmovible.... entonces....

Si hay un debate entre Benjamin y Adorno ese debate parte de un suelo común compartido. No es que el arte esté fuera de la historia, le sea ajeno, sino que se trata de aquel lugar en el que la historia puede ser pensada y vivida de una manera diferente, ajena, por decirlo así, a las consolaciones interesadas de las “almas bellas” tanto como a las manifestaciones de los que se han erigido en propietarios de la Historia.
Mostrar ese lugar en “ruinas” (una palabra muy cara al pensamiento benjaminiano) fue la gran empresa intelectual y vital de Benjamin y Adorno. La reflexión sobre el arte incluye o reviste, sobre su imposibilidad, ... es decir que fue la sangre del motor de esa empresa.

Es posible que La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica sea el ensayo más consultado, comentado, citado y desmenuzado de Walter Benjamin, y también quizás el más malentendido, lo que no deja de extrañar y entrañar una cierta justicia poética... Benjamin es, en muchos sentidos, un pensador del malentendido.

Resulta demasiado común leer este ensayo unilateralmente como una cierta defensa de la cultura de masas, o al menos del potencial “progresista” implícito en las modernas técnicas de reproducción estética, con sus consecuencias políticas democratizantes de socavamiento del aura de la obra de arte tradicional y de acortamiento de la distancia entre obra y espectador.

Menos que pertinente, pero de manera igualmente unilateral, se acentúan las advertencias benjaminianas a propósito de la lógica intrínsecamente fascista de una estetización de lo social y de lo político, hechas posible por los nuevos medios de comunicación de masas. Ambas perspectivas son, desde luego, incurable e insanablementemente anti-dialécticas y por lo tanto anti-benjaminianas. Ambas desestiman, entre muchas otras cosas, el movimiento dramáticamente detenido, la dialéctica del suspenso como él mismo la llamaba, del razonamiento de Benjamin.

Sólo la Historia tendría, en un sentido propiamente benjaminiano, que implica no sólo al pasado, sino a su colusión con el futuro, en el instante mesiánico del presente... Es decir, la historia no por progreso sino por catástrofe podrá decidir las formas de articulación específica entre la particularidad de los medios técnicos y la totalidad del arte en su relación con la sociedad.

Constatar tanto la potencialidad progresiva como la regresiva de la técnica no es otra cosa que certificar esa tensión que hay, y que funciona de un modo como indecidible, hasta que ese nudo sea cortado por la espada de la redención, o para decirlo más prosaicamente, como hace a veces Benjamin, de la lucha de clases.

Ese debate del “mientras tanto”, y hoy casi 70 años después del texto de Benjamin, esto está más cerca aún, mientras persistan los juegos de penetración entre el arte y la cultura bajo las relaciones de producción capitalistas, actualmente, llevadas a su paroxismo por la estructura del Capitalismo tardío, fuertemente serializado, la tensión se va resolviendo a favor de un aumento creciente de la obra como mercancía fetichizada y fetichizante.

Pero esto no entraña la completa desaparición del conflicto, ni siquiera bajo la dominación aparentemente sin fisuras de la lógica cultural del capitalismo tardío, como la llama Jameson, ni siquiera bajo el poder históricamente inédito de la Industria Cultural. Ese conflicto es, asimismo, el conflicto entre el pasado y el futuro, en este caso con efectos sobre toda la realidad histórica, jugándose en el escenario del presente, en el cual la oportunidad redentora puede estar, como dice Benjamin, o presentarse a la vuelta de la esquina.
También aquí obviamente Benjamin está argumentando contra una idea evolucionista y articulativa de la historia y lo está haciendo filosóficamente, en el terreno de una noción anti-hegeliana del instante no mediatizado, que comparte por ejemplo con el Kierkegaard de la repetición o con el Heidegger de Ser y Tiempo. La cuestión del fetichismo de la obra de arte tiene allí un rol estratégico, en la medida en que la obra proyecta imaginariamente un sueño de redención inmediata.

Curiosamente es Adorno el primero, pero también el más inteligente y sutil de los críticos del supuesto optimismo tecnológico en Benjamin, el que lleva hasta sus últimas consecuencias la dialéctica benjaminiana de la producción estética, tal como se encuentra presentada en el libro de Benjamin Sobre el Drama barroco alemán.

El arte autónomo, como lo llama Adorno, en cierto sentido sólo puede conquistar su autonomía al precio de transformarse paradójicamente en completa mercancía, generando ante la mirada del receptor una contradicción insoluble entre ése, su carácter de mercancía-fetiche, y su promesa necesariamente incumplida e incumplible de redención social y reconciliación entre sujeto y objeto.

Es como si dijéramos “sólo viniendo hasta el fondo, su condición de mercancía, puede ahora mostrar su otro, señalar el camino de la autonomía”... Sin embargo, está claro que no cualquier obra puede lograr esto. Es necesario que en la propia lógica de su producción señale ya, al menos de forma negativa, algunos elementos de una futura y potencial emancipación, tal como ocurre, por tomar ciertos ejemplos de Adorno, con la composición musical en Schönberg o con la escritura literaria en Kafka y Beckett, y tal como NO ocurre, parecería decir Adorno, en los productos cuya propia lógica productiva está desde el inicio sometida a las estrategias por definición fetichizantes de la industria cultural. El cine aparece como el ejemplo más dramático, al menos en la época de Adorno.

Todo esto parece desplazarse, en este aspecto particular, a la cuestión de si el potencial de autonomía puede o no estar de algún modo presente también en el texto estético que ha nacido como mercancía, o sólo en aquel que ha llegado a esa condición bajo las leyes del modo de producción capitalista. Pero guardando, por así decir, la memoria antigua de los tiempos pretéritos, pre-mercantiles.
La lectura de Adorno parece, en primera instancia, ir inequívocamente en esta última dirección. Su apuesta a favor de la alta cultura de vanguardia, así como su manifiesto fastidio, a veces llamativamente injusto como en el caso del jazz, con la cultura de masas, así parece explicarlo.

No obstante, ¿estarán bien planteados los términos del debate? O por lo menos, al plantearlo así, ¿se ponen realmente en juego todos los términos de la polémica? Permítaseme dar un pequeño rodeo. El decidismo adorniano respecto del potencial emancipador de la cultura de masas, tiene como se sabe un plausible origen hstórico-social y político: la ideología dominante, fundamentalmente a través de la acción de la industria cultural, ha demostrado una extraordinaria capacidad de neutralización de los componentes críticos de la alta cultura tanto como los de la cultura llamémosla “resistencial”.

Y no sólo eso, en una notable anticipación de algunas de las posteriores tesis foucaultianas, Adorno y Horkheimer analizan el poder de la industria cultural que constituye y produce nuevas formas de subjetividad, que eliminan desde el origen la capacidad crítica y reflexiva de los sujetos, no sólo en su estatuto de receptores sino incluso de productores de artefactos culturales. Por esta razón, Adorno se resistió siempre a considerar a aquella potencialidad emancipatoria desde el punto de vista de una teoría de la comunicación, o de una sociología del público, ni muchos menos desde la perspectiva idealista del genio creador. Los elementos de automatización son, para Adorno, intrínsecos a la obra, y para liberarlos no puede haber otro método de análisis que el de la crítica que él llamaba “inmanente”.

Esto no significa sin embargo, una interioridad de tales elementos totalmente desacoplada del mundo social. La noción aparentemente leibniziana (¿estará bien, me estaré llendo de mambo?) de la obra de arte como mónada sin ventanas no implica una ajenidad de la obra respecto del mundo. Por el contrario, la relación objetiva del conflicto entre la obra y el mundo está condensada en la propia trama textual de la obra cuya armonía específicamente estética es, por lo tanto, la otra cara de la imposible reconciliación entre la obra y el mundo. Allí se encuentra el secreto de la presencia simultánea en la obra, de una promesa de reconciliación y a la vez de una denuncia de la imposibilidad de esa reconciliación.

La felicidad de la obra no es sino la contrapartida de los desgarramientos, las desgracias y las impotencias del propio universo.
El placer interno es el testimonio del dolor externo, y el potencial emancipador de la obra es la denuncia en acto de esa contradicción inconciliable, de esa dialéctica negativa entre la obra y el mundo social. Aquí aparece la contrapartida adorniana del famoso “luchemos” de Benjamin, “No hay documento de civilización que no lo sea también de barbarie”...

¿Pero de quién proviene y a quién se dirige ese potencial emancipador puesto que hemos eliminado de la escena tanto al productor como al receptor de la obra, alienados como están en la pasividad crítica que les impone la industria cultural? Ese origen y ese destino no pueden ser otros, como lo declara Adorno, que ciertas formas resistentes de la “naturaleza” todavía presentes en la obra. Es lo que Adorno comenta siguiendo al Benjamin del Drama barroco, como ese espacio dispuesto y del que se naturaliza la historia y se historiza la naturaleza.

Podemos hablar también de la manifestación en la obra de formas aún no colonizadas del inconsciente, para recurrir a un término posterior de Marcuse. Pero de un inconsciente no individual, como el de la psicología pre-freudiana, pero tampoco un inconsciente colectivo como el de la psicología freudiana. Como sabemos, desde Freud y Lacan, que de lo que se trata en el inconsciente es de una lógica del deseo no reducible a sus objetos contingentes.
Ni individual ni colectivo entonces, sino un irreductible proceso generado por la ambivalente relación al otro, a un fuera de sí inalcanzable pero al cual se tiende como utópico horizonte
La obra autónoma, pues, como la perturbación neurótica, y, en otro registro, como la lucha de clases, es una expresión del malestar en la cultura que indica que algo no funciona en las relaciones entre los sujetos, y que por ello tienen un origen y un destino tributario de lo que el autor propone llamar “mímesis intersubjetiva o trans-subjetiva”, según las traducciones.

El malestar en la obra de arte en entonces, para decirlo borgeanamente, la nostalgia de lo que nunca se ha tenido y cuyo reencuentro se proyecta al porvenir. Es el futuro anterior de una memoria de lo que podría ser la reconsideración del sujeto por la sociedad si la propia obra no estuviera mostrando su imposibilidad.
Y ese “malestar” es ya un movimiento hacia una conciencia crítico-reflexiva interna a la propia obra, sustraida por el deseo, a la colonización alienante del fetichismo desde adentro mismo de su condición de fetiche y por ello mismo.
Porque no hay un afuera absoluto de la obra sino que el afuera y el adentro están en una irresoluble relación de conflicto.

Ahora bien, podemos retornar a los términos enquistados en que ha sido leído el debate Benjamin-Adorno. La mímesis trans-subjetiva, contenida en la lógica de producción de la obra, en su inconsciente político, para usar los conceptos de Jameson, sólo es pasible de ser encontrada como autónomo, en sentido estricto, la lógica me hace expresar el malestar en la cultura, es absolutamente inconcebible en alguno, no decimos que en la mayoría, de los productos de la cultura de masas? ¿la reproducción técnica es completamente inhibitoria de la memoria de ese afuera que denuncia el carácter de no reconciliación con el mundo? ¿las fantasías conciliatorias o identificatorias promovidas por la ideología mediática, están totalmente exentas de contradicciones internas, más allá de que su estrategia objetiva sea la lisa y llana eliminación del inconsciente político y su conflicto con la realidad? ¿Hay sobre este punto una imposibilidad, no digamos de consideración pero al menos de diálogo entre Adorno y Benjamin?

La respuesta, por supuesto, necesita ciertas lecturas postmodernas de Benjamin que han leído poder autorizarse en él para ensayar una defensa irrestricta y a-crítica de las bondades de no se sabe qué cultura popular, confundiendo de paso, y no siempre por un error desinteresado, a la auténtica cultura popular por la cultura de masas, y llegando a veces a una segunda instancia, de carácter objetivamente progresivo o incluso cuestionador de los medios de comunicación masivos o festejando asimismo el multiculturalismo y la democratizadora fragmentación y multiplicación de mensajes, hecha posible por los más modernos medios de reproducción... sin prestar debida atención al carácter subterráneamente homogeneizador y nivelador de la lógica de todo lo que sea circulación y consumo de dichos mensajes. Una lógica, en fin, constituyente de un sistema de equivalencias de universales, típicamente fetichista, y generadora de lo que Adorno llamaría “la falsa totalidad”... una totalidad que reconcilia ilusoriamente la parte del todo, el objeto de la idea, lo concreto y lo abstracto...

Desde ya no creo en absoluto en el llamado “optimismo benjaminiano” sobre la reproducción técnica pueda justificar estos dislates, pero soy consciente de que una matización del unitismo de Adorno, hecha desde las categorías del texto sobre la obra de arte, puede inducir al retorno a semejante equívoco. Al revés, el elitismo de Adorno puede inducir a una lectura conservadora o “mandarinesca”, como tantas veces se le imputó al propio Adorno, que menosprecie con ademán aristocrático un análisis más dialéctico del “inconsciente” de la industria cultural...
Aunque confieso que, confrontada con esas lecturas extremistas, probablemente elegiría, por así decir, de manera instintiva, el marco adorniano, no pienso que sea inevitable someterse al chantaje de ese dilema excluyente.

Regresemos a Benjamin y a su texto sobre la obra de Arte. Hay allí un pasaje, que no es de los más frecuentados por los comentaristas, pero que por diversas razones me parece clave y que por ello vale la pena citarlo enteramente. Luego de reflexionar sobre la manera en que lo que Benjamin llama “las masas dispersas”, asistentes a la recepción cinematográfica, han modificado la índole de la percepción estética, Benjamin construye un paralelismo implícito entre el cine y la arquitectura, en los siguientes términos:
“Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma la obra artística. Y de manera especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene desde siempre ofreciendo el prototipo de una obra de arte, cuya recepción sucede en la disipación y por parte de una colectividad. Las leyes de dicha recepción son sobremanera instructivas.
Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia primera. Muchas formas artísticas han surgido y han desaparecido. La tragedia nace con los griegos para apagarse con ellos y revivir después sólo en cuanto a sus reglas. El epos, cuyo origen está en la juventud de los pueblos, caduca en Europa al terminar el Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación de la Edad Media y no hay nada que garantice su duración ininterrumpida. Pero la necesidad que tiene el hombre de alojamiento sí que es estable. El arte de la edificación no se ha interrumpido jamás. Su historia es más larga que la de cualquier otro arte, y su eficacia al presentizarse es importante para todo intento de dar cuenta de la relación de las masas para con la obra artística.
Las edificaciones pueden ser recibidas de dos maneras: por el uso y por la contemplación. O mejor dicho: táctil y ópticamente. De tal recepción no habrá concepto posible si nos la representamos según la actitud recogida que, por ejemplo, es corriente en turistas ante edificios famosos. A saber, del lado táctil no existe correspondencia alguna con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura, esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica. La cual tiene lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa que en una advertencia ocasional. Pero en determinadas circunstancias esta recepción formada en la arquitectura tiene valor canónico. Porque las tareas que en tiempos de cambio se le imponen al aparato perceptivo del hombre no pueden resolverse por la vía meramente óptica, esto es por la de la contemplación. Poco a poco quedan vencidas por la costumbre (bajo la guía de la recepción táctil).
(...) Por medio de la dispersión, tal y como el arte la depara, se controlará bajo cuerda hasta qué punto tienen solución las tareas nuevas de la apercepción. Y como por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a dichas tareas, el arte abordará la más difícil e importante movilizando a las masas. Así lo hace actualmente el cine. La recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine su instrumento de entrenamiento. ”.


Este fragmento que acabo de citar me parece extraordinario por la enorme y compleja multiplicidad de abordajes que permite... Empecemos por el más obvio: la idea de una articulación y también al mismo tiempo una oposición en la obra entre uso táctil y contemplación. En la redacción del texto, esta idea parece referirse específicamente a la arquitectura en la cual es fácilmente comprensible.
Sin embargo, la semejanza con el cine está nítidamente establecida a través del modo de recepción, que Benjamin llama “disperso” y por lo tanto diferenciado de la actitud recogida de la pura contemplación puntual en la cual el espectador se adentra en la obra, mientras que aquí

“...la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística...”

La usa. Nótense de paso dos cosas llamativas: en primer lugar, la oposición entre la contemplación individual de la obra que Benjamin llama aurática, la obra tradicional, y la incorporación social al mismo tiempo visual y táctil de la obra arquitectónica y cinematográfica.
Además, aunque a veces se ha traducido “dispersión” por “distracción”, en este texto no es lo mismo. Precisamente, al menos en el castellano, distraido suele predicarse sólo de los individuos, mientras que disperso puede aludir a un estado no consciente de los movimientos sociales por ejemplo, como en el concepto sartreano de serialidad.
Ahora bien, admitido el paralelo, ¿qué puede querer decir tactilidad como noción aplicada a la recepción cinematográfica, que es evidentemente óptica? Es obvio que con tactilidad, Benjamin no se refiere al mero tacto, en sentido vulgar. Tampoco es estrictamente necesario que las masas “toquen” los edificios, que por otra parte tampoco supone en sí misma una necesaria pérdida de la distancia aurática. Sino que se refiere metafóricamente por supuesto a la percepción y el uso transformado del espacio, así como también del tiempo.

Unas páginas antes, Benjamin hablando esta vez exclusivamente del cine, dice:

“Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando detalles escondidos de nuestros enseres más corrientes, explorando entornos triviales bajo la guía genial del objetivo, el cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible por el que se rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de acción insospechado, enorme. Parecía que nuestras bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras.
Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. ...”

Es decir, con el cine estamos ante una relación espacio-temporal absolutamente nueva, que en el pensamiento contemporáneo sólo encuentra un paralelo en la física de Einstein o en la condensación sincronía-diacronía de la lingüística moderna. Y mi asociación obviamente no es casual. Para Benjamin el cine es la más acabada forma estética hecha posible por la ciencia, pero que se encuentra pre-figurada desde tiempo inmemorial, dice Benjamin, en la arquitectura. Aunque tampoco en sí misma esta nueva dimensión afecte de manera frontal contra el aura (el propio Benjamin dijo que el aura constituye una trama temporal de espacio y tiempo), es indudable que en el cine dicha dimensión se presenta en condiciones radicalmente nuevas.

El cine y la arquitectura serían entonces los dos artes que más han contribuido a redefinir históricamente la relación táctil de los sujetos con su espacio vital cotidiano.
Este es el aspecto emancipador, liberador, parecería decirnos Benjamin, que el cine ha reactualizado tras los pasos de la arquitectura... “Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario...”

El espacio cinematográfico, a través del encuadre o del montaje, permite una condensación, así también como un estiramiento temporal que ningún otro arte puede lograr. Esas “décimas de segundo” de las que habla Benjamin son como el instante presente que hace colusionar el pasado y el futuro, su “dinamita” es tal vez la promesa de redención que hace saltar el mundo carcelario.

Pero aquí hay un problema: otra manera de pensar la relación arquitectura y cine, y de hecho otros autores lo hacen, es considerar que siendo las dos formas estéticas que en la actualidad dependen más estrechamente de la industria, de la técnica y de la economía, es decir del desarrollo de las fuerzas productivas en sus condiciones capitalistas, son por lo tanto las dos más constitutivamente inmersas en la lógica del fetichismo de la mercancía. Lo cual parece reconducir a foja cero la versión simple del debate Benjamin-Adorno, demostrando que no puede haber tal potencial emancipador en los productos directamente originados por la industria cultural.

Para colmo, en algunos “pasajes”[1][1] de su obra Benjamin parece lamentar la separación entre arte y técnica, que ya a partir del siglo XVIII, pero con extraordinaria potencia en el siglo XIX, ha producido lo que él llama una ideología de la arquitectura que procura colocarla completamente del lado de las bellas artes, cuando la única posibilidad que tiene la arquitectura de ser completamente moderna, para Benjamin, es su pleno sumergimiento en el mundo físico y material de la técnica, en lo que Benjamin llama la degradación de sus materiales y la fragmentación del espacio que supone.
Esto es algo que la arquitectura comparte con la escultura, que a partir del Renacimiento y a partir de Leonardo, es menos preciada en tanto arte “físico” por contraposición con un “arte de ideas”, como la pintura.
Ambas, escultura y arquitectura sólo podrían ser rescatadas en la modernidad al precio de transformar sus obras en objetos para ser contemplados (yo siempre me pregunté por qué las esculturas que son la forma de arte que por definición tiene materialidad y volumen por parte en los museos no se pueden tocar)...

Esta es precisamente la lógica que, según Benjamin, es llevar a su máxima expresión en el fascismo, pero también a su manera en el realismo stalinista, a través de lo que Benjamin llama la estetización de la política, es decir la transformación de la política, y en el fascismo de la guerra, en un espectáculo grandioso, wagneriano, hecho para la CONTEMPLACION.
Ahí opone Benjamin la politización del arte. En el doble sentido del desmontaje y la fragmentación de su apariencia de falsa totalidad, de unidad armónica, y de denuncia de su situación de conflicto con el mundo, por medio de la reflexión crítica, y el “distanciamiento” propuesto entre otros por el mismo B. Brecht, amigo de Benjamin.

Es obvio que por la magnitud de sus recursos técnicos y por el hecho de ser por definición arte de masas, tanto la arquitectura como el cine se prestan especialmente a este operativo de monumentalización estetizante que el fascismo y especialmente el nazismo también supo aprovechar. Pero es por esas mismas razones que son las dos formas estéticas en mejores condiciones de desmontar y someter a crítica los mecanismos de ese operativo que ellas mismas han hecho posible. Otra vez civilización y barbarie se muestran aquí como inseparables.

Pero aquellas no son tan sencillas para la versión simple del debate Benjamin-Adorno en torno a estas cuestiones. Hay una tercera manera de expresar una relación, esta vez de aparente COMPOSICION, entre la arquitectura y el cine.
Mientras el cine es la forma estética más reciente, la última que se ha inventado, la arquitectura es la más antigua, la primera que conoció la humanidad[2][2]. En la comparación arquitectura-cine está como cerrándose un círculo antropológico, lo más arcaico se encuentra con lo más actual y también podríamos decir lo más aparentemente estable creo que se encuentra con lo más efímero y evanescente.
La entera experiencia espacio-temporal de lo humano era como abarcada por esos dos extremos históricos, un tiempo inmemorial y un tiempo del ahora, que se lanzan uno contra el otro, muy benjaminianamente por cierto. Y aquí aparece, dicho sea de paso, otra versión condensada de las Tesis de la Filosofía de la Historia: el choque entre pasado y presente “tal como relampaguea en un instante de peligro”.

Pero todo esto nos da parecería el contexto en el cual puede pensarse el problema. Todavía no hemos especulado lo suficiente sobre el aspecto potencialmente emancipador del encuentro arquitectura-cine.
Tal vez deberíamos abordar una cuarta cuestión, que aparentemente sólo atañe a la arquitectura. Como dice Benjamin: “Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia primera, muchas formas artísticas han surgido y desaparecido, pero la necesidad que tiene el hombre de alojamiento sí que es estable”.

La arquitectura sería entonces el arte que más intensa y dramáticamente conserva la memoria arcaica de las necesidades primarias de nuestra especie. Ella existe desde que hay historia, y ella es, en algún cierto sentido, la historia, o sea, a diferencia del cine, desde mucho antes del fetichismo de la mercancía.
De modo semejante a la prohibición del incesto de Levi-Strauss, la arquitectura demuestra de manera inconsciente pero asimismo de manera permanente e insistente, la separación y simultáneamente la articulación entre naturaleza y cultura. La arquitectura, forma artística de uso táctil, que desde siempre ha sido incorporada de manera no recogida en la contemplación por las “masas dispersas”, es tal vez el lugar en donde quizás se desnude más crudamente el conflicto y la contradicción entre los deseos más arcaicos de la humanidad, incluido el deseo de reconciliación con el mundo y la naturaleza (las utopías tienen siempre esta tónica), y la realidad de la alienación del fetichismo de la imposibilidad del cumplimiento cabal de la promesa de reconciliación.

La insistencia de Benjamin en poner a la arquitectura del lado de la técnica entonces, lejos de ser contradictoria, es consecuente por completo con su pensamiento de imágenes dialécticas y con su concepción de la historia.
Es llevando, a través de la técnica, hasta sus últimas consencuencias el carácter de fetiche de la arquitectura, es que nos muestra de forma más patente el conflicto.
Pero contra la tentación de una lectura en clave de optimismo tecnológico, Benjamin no está diciendo que así quedará saldado el conflicto, que allí se alcanzará la reconciliación, sino todo lo contrario: que se hará prácticamente insostenible.
En la implícita apelación a una memoria de la especie, conservada en la arquitectura, no hay el más mínimo rasgo de nostalgia conservadora o tradicionalista, puesto que esa memoria también puede ser perfectamente fetichizada, cargada de un aura alienante.

No basta la mera presencia de la memoria, sino que es necesario su choque, su cortocircuito, con la infelicidad del presente para constituir la memoria anticipada que apunte al horizonte de la redención.

Si la memoria arcaica extiende las ilusiones de una felicidad tecnificada, la técnica opera un desencantamiento del mundo... porque esa memoria arcaica, con la fetichización técnica y moderna, dispara todos los efectos que la transforman en un circo...Dice Benjamin en otro lugar de los Pasajes: “El capitalismo fue un fenómeno natural por el cual un dormir nuevo, pleno de sueños, se abatió sobre todo, acompañado de una reactivación de las fuerzas míticas, esta es una tentativa de radicalizar la tesis que dice que la construcción de........”[3][3]

Pero, con respecto al cine, ¿estamos tan alejados de esa técnica tan absolutamente moderna representada según Benjamin por la arquitectura? Dice Benjamin: “Se puede expresar exactamente así el problema del arte moderno: cuándo y cómo los universos formales que han surgido independientemente de nosotros, en la mecánica, en el cine, en la construcción de máquinas, en la nueva física, y que se han vuelto nuestros amos, querrán revelarnos la parte de naturaleza que hay en nosotros”.
Fijémonos en la construcción de la serie benjaminiana: el cine no hace serie con la literatura o con las “bellas artes”, sino con la mecánica, la física y la construcción de máquinas. Es decir, con aquello que Benjamin reivindica también como ámbito privilegiado en la arquitectura.
No obstante, siendo el cine una forma estética de matriz puramente técnica, no parecería haber lugar aquí, como en la arquitectura, para fuerzas míticas, sueños, ni memorias arcaicas... Aunque quién sabe, puesto que allí está, asomando apenas, pero con enorme fuerza enigmática, la parte de naturaleza que hay en todos ...

Arriesguemos una hipótesis: puesto que el cine aparece apegado a medios puramente técnicos, físicos, maquínicos, como la más extrema modificación de la forma espacio-temporal iniciada por la arquitectura, es el que puede desatar las pulsiones también más extremas de una memoria arcaica que entra en conflicto con la fetichización técnica.
El cine es el lugar del encuentro, y por lo tanto del conflicto, entre el fetichismo de la mercancía y el proceso primario del inconsciente. El cine es en efecto el que puede “dinamitar” ese “mundo carcelario” de la percepción alienada por la pura tecnología, al mismo tiempo que de la recepción cultual del aura. “Puede” es un potencial que sólo puede ser actualizado por la historia... pero allí está, soñando su posible autonomía en las huellas proto-históricas de la arquitectura.

Benjamin continúa: “Aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y sus capacidades, sus dilataciones y rezagamientos del discurso, sus ampliaciones y disminuciones. Por su virtud, es que experimentamos el inconsciente óptico, igual que por medio del psicoanálisis nos enteramos del inconsciente pulsional.”
Es decir, el cine es analítico, destructivo de la falsa totalidad de la percepción Su posibilidad de aislar objetos, fragmentos parciales o partes del cuerpo, posibilidad puramente técnica dada por el montaje, el plano-detalle, etc, es cuando logramos desprendernos de los automatismos perceptivos sin mirar a la relación táctil, e igualmente destructiva, que se puede tener con las partes de un edificio.
Esa posibilidad, que no tiene el arte exclusivamente cultual, implica un poder interrogador de las relaciones naturalizadas entre lo particular y la totalidad, que la muestra como una relación de conflicto siempre a punto de estallar por debajo de la aparente armonía de la obra.

Pero hay todavía una última cuestión. Dijimos más arriba, a propósito de la incorporación de la arquitectura en el cine por parte de las masas, el distingo entre “dispersión” y “distracción”. Aprovechemos estos dos términos que vienen de un puro azar de las traducciones.
Si las masas dispersas, y no simplemente los individuos distraidos, pueden sentir oscuramente los efectos ópticos y táctiles que el cine y la arquitectura producen como síntoma del conflicto; si pueden experimentar, aunque no puedan explicarlo, el malestar en la cultura que denuncia una imposibilidad de reconciliación con el mundo, es porque hay también aquí, o puede haber, una mímesis que despierte la nostalgia de lo que nunca existió y al mismo tiempo la despierte del sueño ilusorio de poder alguna vez existir, y la proyecte hacia el instante de la redención en el presente, en el tiempo del ahora, del choque que menciona Benjamin... Y que tal vez esté incluso facilitada, en potencia, digámoslo, por la incorporación social y no individual, tanto como por ese choque de los extremos. Es claro que esto no puede ser logrado por toda la arquitectura y por todo el cine. Ni siquiera necesariamente por sus expresiones vanguardistas más conscientes.
Es una tarea de la historia, diría Benjamin de la “sociedad de los vencidos”.
Mucho más en una situación como la actual, en la que el noventa por ciento (y la estimación es conservadora) del arte que se produce en cualquier soporte discursivo, apunta a disolver el conflicto de la mímesis con la realidad, a instalarse sin contradicción aparente en la fantasmagoría técnica del fetiche.
Incluso, y tal vez sobre todo, por la naturaleza misma de sus recursos tecnológicos, en el cine y la arquitectura, su incorporación por las masas dispersas, se ve progresivamente en peligro de quedar reducida, ahora sí, a una distracción individual por las nuevas técnicas de reproducción o por la alienación informática, y por sus compromisos íntimos, en el caso de la arquitectura, de la industria constructora, con las formas de apropiación sustancialmente privatizadas en las megalópolis del capitalismo tardío.

De este modo, el horizonte de reconciliación aparece cada vez más lejano. Ningún optimismo tecnológico, ningún populismo estético y cultural es justificable en este contexto y mucho menos si intenta autorizarse taimadamente. Más aún, esos consuelos mediocres se aproximan a una complicidad ideológica con lo peor.
Todo señala pues al triunfo del pesimismo de Adorno, que hemos intentado problematizar...

Pero la visión del pensamiento crítico, y el debate Benjamin-Adorno es un monumento del pensamiento crítico, es precisamente la de crear problemas no la de resolverlos. Eso, de nuevo, puede hacerlo o no, pero no hay nadie más, la Historia.

A nosotros la única lucidez que nos es dada y nos cabe esperar es sencillamente la de la sabiduría del propio Benjamin cuando dice: “Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de la satisfacción (¿)”.[4][4]



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[1][1] Muy especialmente en la obra de los Pasajes.
[2][2] “Su historia es más larga que la de cualquier otro arte”, dice Benjamin.
[3][3] Tengo que chequear bien la cita.
[4][4] Tengo que chequear esta cita, que es de memoria...

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