Una mujer llamada Esther
pasa a su lado
otra toca su hombro
y le musita: “lo he leído tanto”...
De cada una Borges recoge un tono, un canto.
Lo femenino lo conmueve, siempre.
Sugiere labios,
relieve
el pecho delicado de vivir para amar.
Tiene que ver con un aroma extraño.
Pasajeras veloces,
mensajeras de un árbol
que crece de modo instantáneo
en el centro del corazón
o en la mitad del párpado
hasta hacer de cualquier hombre,
un hombre enamorado.
La mujer es en Borges,
un imán, un diamante novedoso
la chispa emotiva
que inaugura otro ánimo.
Tan febril, tan curioso,
y tan entusiasmado,
que a partir de un saludo,
sus ojos abandonan el cansancio
quiere inventarle alondras espacio,
quiere una rosa que quepa en cualquier vaso
quiere que el mundo se transforme
de cúspide y de plano
que crezca la Virtud,
que cada hombre sea un Santo.
Es el idilio de la fantasía,
es la locura del gran arrebato,
es invadir la piel de la cornisa,
y desde allí mirar todo cambiado.
Ellas por su parte avanzan
con circular encanto,
casi desnudas, leves,
con sonrisas de engaño,
con caderas perversas
con los pechos en alto
suaves, continuas, finas.
Borges ha vuelto al poema áspero.
Imagino por un instante,
tuvo por un minuto hambre y hartazgo,
la sensación de una sorpresa,
y ahora tornó a su acto
lento, difícil, necesario, esquivo,
construido con deseo y con asco.
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