martes, 29 de junio de 2010

2

Una mujer llamada Esther

pasa a su lado

otra toca su hombro

y le musita: “lo he leído tanto”...


De cada una Borges recoge un tono, un canto.


Lo femenino lo conmueve, siempre.

Sugiere labios,

relieve

el pecho delicado de vivir para amar.

Tiene que ver con un aroma extraño.

Pasajeras veloces,

mensajeras de un árbol

que crece de modo instantáneo

en el centro del corazón

o en la mitad del párpado

hasta hacer de cualquier hombre,

un hombre enamorado.

La mujer es en Borges,

un imán, un diamante novedoso

la chispa emotiva

que inaugura otro ánimo.

Tan febril, tan curioso,

y tan entusiasmado,

que a partir de un saludo,

sus ojos abandonan el cansancio

quiere inventarle alondras espacio,

quiere una rosa que quepa en cualquier vaso

quiere que el mundo se transforme

de cúspide y de plano

que crezca la Virtud,

que cada hombre sea un Santo.

Es el idilio de la fantasía,

es la locura del gran arrebato,

es invadir la piel de la cornisa,

y desde allí mirar todo cambiado.


Ellas por su parte avanzan

con circular encanto,

casi desnudas, leves,

con sonrisas de engaño,

con caderas perversas

con los pechos en alto

suaves, continuas, finas.

Borges ha vuelto al poema áspero.

Imagino por un instante,

tuvo por un minuto hambre y hartazgo,

la sensación de una sorpresa,

y ahora tornó a su acto

lento, difícil, necesario, esquivo,

construido con deseo y con asco.

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