martes, 29 de junio de 2010

Verónica en Primavera

Bajarse del subterráneo es un tránsito casi siempre imperceptible, sin horario ni perduración. Pero ahora Verónica intenta abrirse paso entre esa masa de gente pegoteada y voraz. Hace ya unos instantes que espera para bajar pero la muchedumbre la inmoviliza, la retiene pesada y convincentemente entre esos alientos entrecortados y sudorosos. Por fin, pisa el andén, es otra superficie, otro espacio, menos frágil, más real.

Sin embargo, los cuerpos no la abandonan. Permanecen adheridos a sus flancos como por una conexión milagrosa y perenne. Se imagina los cuerpos vistos desde un ángulo superior, desde el aire: un cuadro de Picasso tal vez, porque ya es empujada hacia adelante, sus cabellos tironeados por un cuerpo de azul que pasa corriendo. Verónica trata de avanzar hacia la salida pero nuevamente la atrapan potentes piernas, torsos ineludibles y una vez más se desliza de un lado a otro. De pronto una pollera amarilla pasa a su lado, también arrastrada en el mismo torbellino y una mujercita pequeña y colorada le sonríe dulcemente aunque ya la ha perdido de vista y de pronto un niño, un padre, un maletín, un marinero, una anciana, todos flotan ya incomprensiblemente hacia las vías.

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