viernes, 23 de julio de 2010

Reseña

"ARTE MENOR", de Betina González - Premio Clarín Alfaguara

La novela ganadora del reciente premio Clarín termina constituyéndose como una elogiable búsqueda del lazo primal que genera y sostiene la identidad de todo ser humano, la relación con sus padres. En este caso, la del padre, un escultor de fama esóterica llamado Fabio Gemelli.
Claudia, una treintañera agotada por un trabajo insalubre y temerosa de enfrentar un matrimonio reciente, sale a la búsqueda de las distintas imágenes de su padre que construyen las relaciones que estableció ese hombre elusivo con tres mujeres mientras aún estaba casado con su madre. ¿Cuál es la motivación? Claudia siente que la ausencia del padre revela "una ausencia de su propia historia."
Con agudeza, la joven escritora Betina González, -egresada de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la UBA, donde también oficiara como docente e investigadora-, presenta las voces de esas mujeres (una de ellas mediada por un oficioso acto de travestismo que no hace más que alejar toda posibilidad de certezas) que no sólo fueron seducidas por ese hombre sino que, transcurridos más de 20 años de su muerte, siguen reaccionando ante esa seducción.
Se encuentran los ecos de Puig en esta presentación de las voces -aunque siempre medie la narradora- pero las resonancias mayores son las de Marco Denevi, ya que la mirada caricaturesca tiene mucho de la que burilara Rosaura a las Diez. De hecho, la narradora configura un mapa estableciendo puntos de referencia que la acercan a Julio Cortázar -son constantes las menciones a Rayuela, uno de los libros que heredó de su padre, tachonado por las marcas de lectura de una de sus amantes- pero la mirada en torno a los personajes, la agilidad del relato y la liviana ironía la acercan repito más a Denevi.
¿Y qué se puede decir del propio Gemelli? El rompecabezas que se va armando -puntuado por el suspenso- lo revela como un artista de la vida, alguien capaz de ofrecerle al otro la imagen que mejor le cuadra en ese momento. Mediocre productor de hechos artísticos -esculturas de mujeres desnudas rodeadas de manzanas, burdas metáforas de la tentación bíblica- ha dejado huella en aquellos que transitó, al menos la suficiente como para generar y pregnar todo el discurso.
A lo largo del relato, y de los años en la Argentina, hay quienes lo ven como un albañil o un subversivo, un maestro o compañero de viaje afectivo con limitaciones, promesa en ciernes o criminal de poca monta. Lo cierto es que el efecto que perdura es el de un hombre seductor, atractivo físicamente, muy hábil con las palabras, y que ha hecho de su cuerpo -por su atractivo, por su voz- un arma de seducción. Un hombre eternamente inmaduro, incapaz de llevar adelante un matrimonio y la crianza de unas hijas con la responsabilidades que conllevan. Un hombre incapaz también de ofrecer un sostén emocional para esas hijas que se crían con los manotazos de ahogado que una mujer sola puede dar ante la adversidad.
Hay entre tanta ironía mucha tristeza en Arte Menor. Claudia es el fruto de una relación sin amor -su padre fue obligado a casarse con su madre al dejarla embarazada- y Fabio utiliza el hogar como una especie de “aguantadero”, un espacio de referencia en el que siempre encuentra un plato de comida disponible -por más que deteste lo que le prepara su mujer- y una almohada donde hacer reposar su cabeza algo hueca.
Finalmente, deja a esposa e hijas a la deriva, a la espera de un cheque o de un llamado teléfonico que nunca llegan o nunca sabe cómo figurar. No hay afecto verdadero en él, no existe el compromiso emocional. Es un hombre inútil, que en su transcurrir ha dejado en la indefención emocional a aquellos que no fueron lo suficientemente capaces de protegerse.
Claudia es un ejemplo de ello; por lo tanto, y no por lo variopinto de los testimonios que va recogiendo la novela, su búsqueda es -en un punto- una quimera. Lo único que le queda es aferrarse al producto de su padre, aquello que ha quedado oculto a la mirada, una profunda imbricación madre e hijo localizada en una escultura que alguna vez vendiera a un municipio de provincias. ¿Imbricación que nunca logró, que deseó y no halló? Betina González deja la cuestión sin responder.
El contacto de la hija con la obra de su padre es lo único real (un padre que escamoteó su afecto, y por ende su cuerpo) y lo que lleva a Claudia a mostrarse tal cual es: un ser sufriente que llora la pérdida de un padre que no pudo ser, abierta y expuesta en su vulnerabilidad al descubrir el triste secreto que anidaba tras la imagen del progenitor.
Si el sabor que nos deja es agridulce, la escritura es ágil y la lectura placentera. Como puede verse, hay mucho para descubrir en esta agradable sorpresa novelesca.

¡Bienvenida Betina González a las letras argentinas!

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